Miguel Garicoits, Santo | Fundador, Maio 14 |
| | Miguel Garicoits, Santo | Fundador dos
Padres auxiliares do Sagrado Coração de JesusLa educación ejerce habitualmente una influencia decisiva en la orientación de la vida de las personas, como lo demuestra la historia de un santo del País Vasco francés. «Desde su más tierna infancia, san Miguel Garicoits supo escuchar la llamada del Señor por el sacerdocio. La maduración de su vocación y la disponibilidad de que dio prueba tuvieron mucho que ver con el cuidado que le prodigaron sus padres, con su amor por la educación moral y religiosa que recibió y, especialmente, con las esmeradas atenciones de su madre. Así pues, su familia ocupó un lugar muy importante en su comportamiento espiritual... Gracias a ella, el joven Miguel aprendió a dirigir su mirada hacia el Señor y a ser fiel a Jesucristo y a su Iglesia. En nuestra época, en que los valores conyugales y familiares son puestos a menudo en entredicho, la familia Garicoits es un ejemplo para las parejas y para los educadores, que tienen la responsabilidad de transmitir el significado de la vida y de poner de manifiesto la grandeza del amor humano, así como de crear el deseo de encontrar y de seguir a Jesucristo» (Juan Pablo II, 5 de julio de 1997).
¿Malvado o santo?
Miguel, primogénito de los seis hijos de Arnaldo Garicoits y Graciana Echeverry, nace en Ibarra, un pueblecito de la diócesis de Bayona, el 15 de abril de 1797. La fe de esa familia pobre se ve fortalecida por las tribulaciones de la Revolución, ya que muchos sacerdotes acosados por los revolucionarios se han refugiado en el hogar de los Garicoits, antes de ser trasladados en secreto por Arnaldo a España. Miguel no fue santo de nacimiento, pues el pecado original nos alcanza a todos. Más adelante confesará: «Si no hubiera sido por mi madre, me habría convertido en un malvado». De temperamento impetuoso y con una fuerza física superior a la media, suele comportarse de manera combativa y violenta. Apenas tiene cuatro años cuando entra en la casa de un vecino y arroja una piedra a una mujer de quien sospecha que ha causado daño a su madre, huyendo después a toda prisa. A la edad de cinco años, roba un paquete de agujas a un vendedor ambulante: «Cuando mi madre vio que lo tenia yo, me dio una buena reprimenda» —confesará. Su madre tuvo que intervenir también en otras ocasiones para que devolviera objetos robados, según nos sigue contando: «Apenas tenía siete años cuando le arrebaté una manzana a mi hermano, que era dos años menor que yo; creía de verdad que con ello no hacía ningún daño, pero tras la reflexión «¿Te gustaría que hicieran lo mismo contigo?» me mordí la lengua, y la idea de que no hay que hacer lo que no nos gustaría que nos hicieran me impresionó de tal modo que aquel hecho y sus circunstancias jamás se han borrado de mi memoria».
Para corregir el difícil temperamento de su hijo, Graciana no lo abruma con largos discursos, sino que, de forma muy sencilla, lo va guiando, a partir del mundo visible, hacia el mundo invisible. Ante las llamas que crepitan en el fogón de la cocina, ella le dice: «¿Ves este fuego, Miguel? Pues los niños que cometen pecado mortal van a parar a un fuego mucho peor que éste». El niño se pone a temblar, pero aprende una lección muy útil sobre el más allá, además de adquirir un profundo horror por el pecado. Sin embargo, y más a menudo que el infierno, es el Cielo lo que resalta su madre en sus reflexiones. Un buen día, deseoso de subir al Cielo cuanto antes, Miguel se imagina que conseguirá alcanzarlo fácilmente desde lo alto de la colina donde pace su rebaño. Después de una fatigosa ascensión, se da cuenta de que el cielo sigue estando igual de alto, pero que parece tocar otra cima, más elevada, por lo que se dirige enseguida hacia aquella colina más alejada. Y de ese modo, de colina en colina, llega a perderse, debiendo pasar la noche al raso. Al día siguiente, encuentra el camino, consigue reunir el rebaño y regresa al hogar paterno. Nadie le reprocha aquella escapada infantil, pero él guarda en lo más hondo de su corazón el deseo de alcanzar el Cielo.
En 1806, Miguel ingresa en la escuela del pueblo; gracias a su inteligencia despierta y a su infalible memoria, alcanza enseguida el primer puesto. Pero a partir de 1809, su padre lo coloca como sirviente en una granja, a fin de conseguir algún dinero. Cuando sale con el rebaño, Miguel lleva siempre consigo un libro para instruirse, aprendiendo de ese modo la gramática y el catecismo. Dos años más tarde, su alma se ve invadida por una gran inquietud, pues todavía no ha hecho la primera comunión. Al cabo de unos meses, consigue permiso para recibir a Jesús. En adelante, la sed de la Eucaristía habitará en su alma; siendo ya sacerdote, escribirá: «Es el Dios fuerte: sin Él, mi alma desfallece, tiene sed... Es el Dios vivo: sin Él, muero... Lloro noche y día cuando me siento alejado de mi Dios...» (cf. Sal 41, 4).
Miguel considera la posibilidad de la vocación y, poco a poco, va acariciando la idea de hacerse sacerdote. En 1813, de regreso con sus padres, les confiesa su decisión. Pero topa con su rechazo, puesto que la familia es pobre y no puede pagar los gastos de esos estudios. El joven recurre entonces a su abuela, quien, después de convencer a los padres, recorre a pie los veinte kilómetros que la separan de Saint-Palais para hablar con un sacerdote conocido suyo, consiguiendo de éste que admita a Miguel en su casa para que pueda seguir estudios en el colegio. En el presbiterio, la vida del joven estudiante es dura, pues debe cumplir numerosas tareas domésticas sin por ello descuidar los estudios. Pero, con la obstinación heroica que es propia de su carácter, a fuerza de estudiar sin parar, ya sea mientras camina o mientras come, o incluso sacando tiempo de una parte de sus noches, consigue excelentes resultados. Se hace amigo de un joven piadoso que iba a morir prematuramente, llamado Evaristo. A propósito de ello dirá más tarde: «Dios le otorgaba una sabiduría superior a toda la ciencia de los teólogos, y alcanzaba un admirable grado de recogimiento y de unión íntima con Él, con las maneras más amables y los procedimientos más caritativos para con el prójimo». Después de tres años viviendo en Saint-Palais, Miguel es enviado a Bayona, donde permanecerá al servicio del obispado y seguirá sólidos estudios en la escuela Saint-Léon. Los esfuerzos que realiza para superar su temperamento y dedicarse al prójimo obran en él una notable transformación. Él mismo nos cuenta un rasgo de su conducta: «En el obispado, tenía que soportar a menudo el mal humor de la cocinera, y yo me vengaba limpiando alegremente la ollas y las cazuelas; ella acabó ocupando su tiempo libre en coser mis pañuelos y en lavarme la ropa».
De reacción lenta pero profundo
En 1818, Miguel ingresa en el seminario menor de Aire-sur-l´Adour, y más tarde, el año siguiente, en el seminario mayor de Dax. En un principio sus profesores piensan que es de reacción lenta, pero enseguida se percatan de que procura llegar al fondo de todas las cuestiones y de que responde siempre de manera pertinente. En aquel tiempo, la diócesis de Bayona tenía costumbre de enviar a París, al seminario de Saint-Sulpice, a sus estudiantes más destacados para darles una formación más esmerada. Miguel es designado unánimemente para recibir ese favor, pero, en el último momento, temiendo con razón el obispo perderlo para la diócesis, lo retiene en Dax. En 1821, se le encarga la responsabilidad de profesor en el seminario menor de Larressore, donde, durante el tiempo libre que le permiten las clases, prosigue los estudios de teología. Finalmente, el 20 de diciembre de 1823, es ordenado sacerdote.
A principios del año 1824, Miguel es nombrado vicario en Cambo. El cura de la parroquia, de avanzada edad y paralítico, deja en manos del joven vicario toda la carga del ministerio. Éste dirá sonriendo: «Si me han elegido para este puesto es sin duda porque tengo unos hombros fuertes». El Padre Garicoits consigue ganarse en poco tiempo el corazón de sus feligreses. Sus sermones transparentes y al alcance de todos, animados por el amor de Dios y del prójimo, atraen a la iglesia a más de uno de sus compatriotas que había olvidado el camino. Su reputación se difunde por todo el País Vasco, pasando días enteros en el confesionario, a costa incluso de quedarse sin comer. Se encarga personalmente del catecismo de los niños, convencido de que es misión de todo sacerdote enseñar los fundamentos de la doctrina cristiana, y de que, para mucha gente, un buen catecismo acaba siendo el principal recuerdo cristiano en la hora de la muerte. Su carácter vigoroso le permite entregarse a numerosas penitencias; los días festivos, no obstante, se integra en el alborozo de la población y asiste a las partidas de pelota vasca. Después se retira a la iglesia para rezar durante largo rato ante el Santísimo Sacramento.
A finales de 1825, Miguel Garicoits es nombrado profesor de filosofía en el seminario mayor de Bétharram, de donde llega a ser también ecónomo. El estado del seminario, tanto en el aspecto material como espiritual, es del todo mediocre. Los edificios, adosados a una colina, son muy húmedos. La disciplina, el fervor religioso y el funcionamiento de los estudios dejan mucho que desear, ya que el superior, casi octogenario, carece de la fuerza necesaria para gobernar la casa. Así pues, el Padre Garicoits es destinado a Bétharram para intentar implantar una reforma que ya se ha hecho necesaria y urgente. La tarea no resulta fácil, pero sus cualidades morales son garantía de una audiencia importante entre los seminaristas, permitiéndole realizar poco a poco una saludable reforma. En 1831, el superior del seminario entrega su alma a Dios, por lo que el Padre Garicoits es nombrado en su lugar. Sin embargo, ese mismo año, el obispo toma la decisión de trasladar el seminario a Bayona, donde envía en primer lugar a los estudiantes de filosofía. En poco tiempo, el nuevo superior de Bétharram se encuentra solo en medio de aquellos grandes edificios vacíos, pero la alegría y el humor no lo abandonan...
Hacer el bien y esperar
Los edificios del seminario de Bétharram están adosados a un santuario consagrado a la Santísima Virgen desde el siglo xvi, donde se han producido muchos milagros. Allí acuden para honrar a la Madre de Dios multitud de gentes de toda la comarca, pero también peregrinos de regiones alejadas. El Padre Garicoits aprovecha su disponibilidad para dedicarse a un apostolado abundante y fecundo mediante la confesión y la dirección espiritual. Su disponibilidad se hace extensiva a las religiosas del convento de Igon, que visita varias veces a la semana. El convento se encuentra a cuatro kilómetros de Bétharram y acoge a una comunidad de Hijas de la Cruz, miembros de una congregación dedicada al apostolado en medio popular, fundada recientemente por santa Isabel Bichier des Ages. Los contactos del Padre Garicoits con las hermanas le permiten apreciar las ventajas espirituales de la vida religiosa y su fuerza apostólica. La gran admiración que siente por san Ignacio de Loyola y sus Ejercicios Espirituales le mueven a querer ser jesuita. En 1832, realiza en Toulouse un retiro espiritual con los Padres jesuitas, tras el cual el Padre que lo dirige le asegura: «Dios quiere que sea algo más que jesuita... Siga su primera inspiración, porque considero que procede del Cielo, y llegará a ser el padre de una familia religiosa que será hermana nuestra. Mientras tanto, Dios quiere que permanezca en Bétharram, siguiendo con los ministerios que tiene encomendados. Haga el bien y espere.
Así pues, el Padre Garicoits retoma su trabajo habitual, aunque sin abandonar la idea de formar una comunidad religiosa dedicada sobre todo a la enseñanza, a la educación y a la formación religiosa del pueblo obrero y del campesinado, pero también a toda suerte de misiones. Para conseguir ese objetivo, solicita tres sacerdotes ayudantes. El obispo concede a esa pequeña comunidad los privilegios de los misioneros diocesanos, existentes ya en Hasparren, en el otro extremo de la diócesis. La comunidad va creciendo poco a poco con la incorporación de novicios destinados al sacerdocio y de hermanos coadjutores. En Bétharram, el Padre Garicoits crea una «misión» perpetua para asegurar el servicio del santuario, recibir y confesar a los peregrinos y dirigir retiros espirituales. En el transcurso de esos retiros entrega a los asistentes el libro de los «Ejercicios Espirituales» de san Ignacio. Inspirándose en el «Principio y Fundamento» formulado por san Ignacio, según el cual «El hombre ha sido creado para alabar, honrar y servir a Dios Nuestro Señor, y salvar así su alma», él afirma que «Poseer a Dios eternamente es el bien supremo del hombre, y su mal supremo es la condenación eterna. He ahí dos eternidades. La vida presente es como un camino por el que podemos llegar a una o a otra de esas dos eternidades».
¡Menudo empleo!
San Miguel Garicoits creía, como toda la Iglesia, en la existencia del infierno. Según nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (CEC 1035). En el Evangelio, Jesús nos pone en guardia muy a menudo contra el infierno. En el momento del juicio final, se dirigirá a quienes estén a su izquierda y les dirá: «Apartaos de mí, malvados, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles»... E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna (Mt 25, 41-46). Esas palabras de Verdad no pueden engañarnos; así pues, ese día habrá réprobos, perdidos para siempre a causa de su propio pecado. De ahí que el entusiasmo del Padre Garicoits por la salvación de las almas le inspirara palabras inflamadas de amor, según dice a sus sacerdotes: «Nuestro principio consiste en trabajar por la salvación y la perfección propias, así como por la salvación y la perfección del prójimo. Esforzarnos en ello por entero, por nosotros, es vivir; esforzarnos descuidadamente es languidecer, y no esforzarnos es la muerte. Trabajar para evitar el infierno, para ganar el cielo, para salvar almas que tanto han costado a Nuestro Señor y que el demonio intenta continuamente que se pierdan, ¡menudo empleo! ¿Acaso no nos pide toda nuestra dedicación? ¿Tememos hacer demasiado? ¿Haremos lo suficiente? Nunca podremos hacer tanto como hacen el demonio y el mundo para perderlas».
Sin embargo, el «santo de Bétharram» no olvida ningún detalle de la Verdad revelada. Conoce la inmensidad de la misericordia de Dios para quienes consienten en recibirla. Durante la visita a un condenado a muerte, le asegura de golpe: «Amigo, está usted en buena situación; arrójese en el seno de la misericordia de Dios con entera confianza. Diga «¡Dios mío, ten piedad de mí!» y se salvará». Y en otra ocasión dijo: «Si un buen día, de camino entre Bétharram e Igon, me encontrara en peligro de muerte y me viera cargado de pecados mortales, sin auxilio y sin confesor, me arrojaría en brazos de la misericordia de Dios y me sentiría en muy buena situación».
Ternura por todas partes
Uno de sus religiosos escribe lo siguiente acerca de él: «Estaba tan seguro y convencido de la bondad de Dios como de la miseria del hombre, y para él era menos comprensible el sentimiento de desconfianza hacia Dios que la presencia de orgullo en el corazón del hombre». Miguel Garicoits obtenía su dulzura de la contemplación de Jesús: «¿Qué nos predica Nuestro Señor? Siempre ternura: en la Encarnación, en la Santa Infancia, en la Pasión, en el Sagrado Corazón, en toda su persona interior y exterior, en sus palabras, en sus miradas... ¿Cuál debe ser el principal carácter de nuestra vida espiritual? La ternura cristiana. Sin esa ternura, nunca llegaremos a poseer ese espíritu generoso con el que debemos servir a Dios. La ternura es igualmente necesaria en nuestra vida interior y en nuestras relaciones con Dios como en nuestra vida exterior y en nuestras relaciones con los hombres. Y, ¿cuál es el don del Espíritu Santo cuya finalidad específica es proporcionar esa ternura? El don de la piedad».
Durante el siglo xix, en el mundo católico francés, tomaba consistencia la idea de que para recristianizar Francia, después de la Revolución, era necesario recristianizar la escuela. Convencido de ello, en noviembre de 1837 el Padre Garicoits abre una escuela primaria en Bétharram, no sin la oposición de algunos miembros de su comunidad, que desean reservar las fuerzas disponibles para las misiones. Sin embargo, el éxito es inmediato: pronto se alcanza la cifra de doscientos alumnos. Para nuestro santo, educar es «formar al hombre y prepararlo para que sea capaz de seguir una carrera útil y honorable según su condición, y preparar de ese modo la vida eterna, educando la vida presente... La educación intelectual, moral y religiosa es la mayor obra humana que pueda hacerse, y es la continuación de la obra divina en su aspecto más noble y más elevado, la creación de las almas... La educación imprime belleza, nobleza, urbanidad y grandeza. Es una inspiración de vida, de gracia y de luz». Animado por la maravillosa transformación que constata en los alumnos, el fundador abre o restaura, a lo largo de los años, varias escuelas en la región.
Sensible a los ataques de los enemigos de la religión, y deseoso de defenderla, Miguel Garicoits se esfuerza en iluminar a las almas mediante una seria formación doctrinal; sobre todo, se aplica con asiduidad a la apologética, exposición de las verdades que apuntalan nuestra fe. «La fe en un Dios que se revela se basa en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que las pruebas de la existencia de Dios no nos faltan. Son pruebas que han sido elaboradas en forma de demostraciones filosóficas según el encadenamiento de una lógica rigurosa. Pero pueden también manifestarse de una forma más sencilla y, como tales, resultan accesibles a toda persona que intente comprender el significado del mundo que le rodea» (Juan Pablo II, 10 de julio de 1985). El «Directorio para el catecismo», publicado por la Congregación del clero en 1997, afirma: «Actualmente resulta indispensable una fe apologética, que favorezca el diálogo entre la fe y la cultura».
En 1838, el Padre Garicoits solicita a su obispo que le permita seguir, junto con sus compañeros, las Constituciones de los jesuitas. Monseñor Lacroix acepta provisionalmente, remitiéndoles posteriormente a los Padres, que en adelante recibirán el nombre de «Padres auxiliares del Sagrado Corazón de Jesús», una nueva Regla que ha elaborado para ellos. Pero el texto resulta muy deficiente; así por ejemplo, los votos no se reconocen con toda su fuerza, el obispo se reserva funciones que deberían corresponder al superior, etc. En su profunda humildad y obediencia, el Padre Garicoits se somete, a pesar de ello, sin la menor reserva. No obstante, algunas disposiciones defectuosas de la nueva Regla causan en la comunidad ciertas disensiones que el fundador deberá sufrir hasta el final de su vida. Este último explica numerosas veces a su obispo la incoherencia de esa situación, pero resulta infructuoso. Un buen día, tras regresar de una entrevista con Mons. Lacroix, confiesa conmocionado: «¡Cuán laborioso resulta el alumbramiento de una congregación!». Habrá que esperar a la muerte del fundador y a los años 1870 para que la nueva Congregación consiga establecerse según las perspectivas del Padre Garicoits.
«¡Adelante! ¡Hasta el Cielo!»
Con motivo de sus viajes a Bayona para hablar con el obispo, el Padre Garicoits se dirige a veces a casa de sus padres. Llega al anochecer, cena y pasa casi toda la noche charlando con su padre, demostrándole la mayor de las ternuras y llegando incluso a fumar usando una de las pipas del anciano. Después recobra su desbordante actividad, repartiendo su tiempo entre su Congregación, las hermanas de Igon, las escuelas, las misiones y la dirección de las almas. Hacia 1853, aquella salud tan robusta empieza a desfallecer, y un ataque de parálisis lo detiene momentáneamente. En 1859, sufre un nuevo ataque, pero se recupera milagrosamente y tranquiliza de este modo a los suyos: «Estad tranquilos, seguiremos mientras lo quiera el Señor». Durante la cuaresma de 1863, una crisis especialmente grave hace presagiar su próximo final. Sin perder su entusiasmo, exclama ante las hermanas de Igon: «¡Vamos! ¡Adelante! ¡Hasta el Cielo! ¡Hay que ir al paraíso!». El 14 de mayo de ese mismo año, festividad de la Ascensión, se apaga murmurado: «Ten piedad de mí, Señor, en tu inmensa misericordia».
«¡Padre, aquí estoy!» Ése es el grito que desbordaba del corazón de san Miguel Garicoits: «Dios es Padre – decía –, hay que entregarse por completo a su amor, hay que contestarle: «¡Aquí estoy!», y Él levantará al momento a su hijo de la cuna de la miseria y le prodigará todos sus abrazos». Ésa es la gracia que pedimos a san José y a san Miguel Garicoits para usted y para todos sus seres queridos.
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