| Elena Valentini de Udine, Beata |                                                                                                                          | Laica Agostinha, Abril 23 |                                                                                                                          | 
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  Etimológicamente: Elena = Aquela que resplandece, é de origem  grega.               Nacida el año  1396 ó 1397 en Údine (Italia), en la familia de  los señores de Maniago, se unió en matrimonio hacia 1414  con el aristócrata Antonio Cavalcanti. Fueron padres de seis hijos.  Muerto su marido en 1441, Helena decidió retirarse del mundo.  Habiendo escuchado la palabra vibrante del agustino Ángel de S.  Severino, se hizo terciaria agustina. Después de haber emitido la  profesión, permaneció en la casa que había recibido de su  esposo, y allí continuó hasta 1446, fecha en la que  pasó a vivir con la hermana Perfecta, terciaria agustina como  ella, permaneciendo a su lado hasta el final de sus  días. Durante los casi dieciocho años como laica consagrada,  llevó siempre una vida de penitencia y rigurosa mortificación, alimentándose  normalmente sólo de pan y agua, durmiendo sobre un duro  lecho de piedras, apenas cubierto con un poco de paja,  flagelando continuamente su cuerpo e, incluso, caminando con treinta y  tres minúsculas piedras metidas en los zapatos “en recuerdo de  los bailes y danzas – como ella misma solía repetir  – con que en el siglo había ofendido a mi  Señor, y en memoria de los treinta y tres años  que mi dulce Jesús por mi amor caminó por el  mundo”. En las distintas formas de penitencia a las  que quiso someterse, siempre se inspiró en el doble motivo  de la imitación de Cristo y el contraste con su  anterior existencia mundana. No le faltaron profundas crisis de desaliento  y cansancio, a las que supo reaccionar con gran fuerza  de ánimo, retirada en la pequeña celda construida en su  misma casa, y de la que salía solamente para ir  a rezar y a meditar en su querida iglesia de  Santa Lucía. Autorizada por el padre Provincial de los agustinos,  hizo voto, en 1444, del absoluto silencio, interrumpido sólo con  ocasión de la Navidad para entretenerse en breves y edificantes  conversaciones con sus hijos y algunos familiares. Como supremo consuelo  en su vida de completa renuncia y lucha, tuvo éxtasis  y visiones celestes, gratificada, además, por Dios con el don  de los milagros y el conocimiento de cosas ocultas. A causa de la fractura de los dos fémures en  1455, pasó sus últimos años postrada en un humilde y  duro lecho, en serena y paciente espera de la muerte,  acaecida el 23 de abril de 1458. Fue sepultada en  el rincón de la iglesia de Sta. Lucía donde en  vida solía abandonarse a la contemplación, oculta en el pequeño  “oratorio” de madera que se había hecho construir para librarse  de la admiración y de la curiosidad de los fieles.  Después de diversos traslados, los restos mortales de la beata  encontraron en 1845 un lugar digno en la catedral, donde  hoy se hallan expuestos a la veneración pública. El  culto de la beata fue confirmado en 1848 por el  papa Pío IX.  |    |  
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de Carmelitas de Santa TeresaMartirológio Romano: Em  Campo Bisenzio, da Toscana, em Itália, beata Teresa María  de la Cruz Menetti, virgem, fundadora da Congregação de  Carmelitas de Santa Teresa (1910). 
 
Etimológicamente: Teresa = Aquela que é experta na caswa, é de origem grega.  Teresa Adelaida Cesina Manetti nació de humilde  familia en San Martino a Campo Bisenzio (Florencia-Italia), el 2  de Marzo de 1846.
Familiarmente le llamaban todos "Bettina". Quedó huérfana  de padre muy pronto y conoció lo dura que era  la vida. A pesar de ello, ayudaba a los pobres  privándose hasta de lo más necesario.
En 1872, junto con otras  compañeras, se retiró a una casita de campo y allí  "oraban, trabajaban y reunían a algunas lóvenes para educarlas con  buenas lecturas y enseñarles la doc frina cristiana".
El 16 de  Julio de 1876 fueron admitidas a la tercera Orden del  Carmen Teresiano y cambió su nombre por el de Teresa  María de la Cruz.
El 1877 recibió las primeras huérfanas, cuyo  número fue creciendo día a día. Aquellas niñas abandonadas "eran  su mejor tesoro".
El 12 de julio de 1888 las  27 primeras religiosas vistieron el hábito de la Orden de  Carmen Descalzo, a la que se habían agregado el 12  de junio de 1885.
El 27 de febrero de 1904 el  papa Pío X aprobaba el Instituto con el nombre de  "Terciarias carmelitas de Santa Teresa".
Madre Teresa Maria vio con gran  alegría extenderse el Instituto hasta Siria y el Monte Carmelo  de Palestina.
Gozó siempre de muy poca salud y también su  espíritu fue duramente probado, por ello le cuadraba muy bien  su sobrenombre "de la cruz". Recorrió valientemente su "calvario", y  con frecuencia, decía: "Tritúrame, Señor, exprímeme hasta al última gota".
Su  caridad no tenía Iímites.Se entregaba a todos y en todo,  olvidándose siempre de sí misma.EI obispo Andrés Casullo. que la  conocía bien a fondo,atirmaba de ella: "Se desvivía por hacer  el bien".
Después de pasar por noches oscurísimas de su alma,  preparada por la gracia, le llegó la muerte en su  mismo pueblo natal el 3 de abril de 1910, mientras  repetía una vez mas. "Oh Jesús mío, sí quiero padecer  más..." Y murmuraba extática: "¡Está abierto!... ya voy".
Sus escritos, sencillos  y profundos a la vez, fueron aprobados el 27 de  noviembre 1937.
El papa Juan Pablo II la beatificaba el 19  de octubre de 1986.
Su fiesta se celebra el 23 de  abril.  |    |  
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| Adalberto de Praga, Santo |                                                                                                                          | Bispo e Mártir, Abril 23 |                                                                                                                          | 
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Etimológicamente: Adalberto =  Aquele que brilha pea nobreza de seu espírituo é de origem germânica.  
(959-997)Aún era niño,  cuando una enfermedad, que lo puso a las puertas de  la muerte, le hizo ver la seriedad de la vida.  El problema de su salvación se le presentaba con una  insistencia alarmante, y ante él parecíanle verdaderas naderías la belleza  angélica de su cuerpo, de todo el mundo alabada; la  nobleza de su familia, una de las más poderosas de  Bohemia, y la gloria de su saber, que acumulara al  lado del obispo de Magdeburgo, Adalberto. Este obispo le dio  su nombre; antes se llamaba Woytiez. Tendría algo más de  veinte años cuando asistió a la muerte de Diethmaro arzobispo  de Praga. Diethmaro había sido uno de aquellos pastores mundanos  que tanto abundaron en aquella época. Al llegar su última  hora, el aguijón de la conciencia le atormentaba sin piedad.  « ¡Mísero de mí—exclamaba—, cómo he perdido mis días, cómo  me ha engañado el mundo prometiéndome larga vida, riquezas y  placeres!» Así hablaba en medio de los estertores de la  agonía, con la voz ronca y entrecortada, con los ojos  extraviados y convulsos los rasgos de su rostro. Cuando murió,  parecía sumido en el abismo de la desesperación.  El joven Adalberto  salió de la estancia transformado. La sacudida que aquel espectáculo  causó en su sensibilidad eslava fue tal, que desde entonces  las palabras del moribundo parecían resonar constantemente en sus oídos.  La vida se le presentó con los más negros colores,  y en sus ojos claros empezó a dibujarse una trágica  inquietud. Inmediatamente dejó su túnica de seda, se vistió de  un saco grosero, se echó ceniza en la cabeza y  empezó a caminar de iglesia en iglesia, postrándose ante las  reliquias de los santos, y de hospital en hospital, visitando  a los enfermos. En esta forma lo encontraron cuando lo  sentaron en la silla episcopal de Praga. Sólo esto le  faltaba para hacer de su vida un tormento insoportable. La  idea del juicio de Dios le atenazaba el alma. «Es  fácil—decía—llevar una mitra de seda y un báculo de oro;  lo grave es tener que dar cuenta de un obispado  al terrible Juez de vivos y muertos.» Vivía triste y como  dominado por una impresión de terror. Diríase que pendía sobre  su cabeza el filo de una espada. Y efectivamente, algo  más aterrador que una espada de fuego le abrumaba sin  cesar: era la duda pavorosa de si llegaría a salvarse.  El enigma sombrío le estremecía, le atormentaba y consumía sus  carnes. Cuentan que jamás se le vio reír. A los  que le preguntaban por qué teniendo un obispado tan rico,  que le hacía uno de los más poderosos príncipes del  Imperio, no reservaba algunas rentas para los lícitos placeres, contestaba  él con una lógica inquietante: «¿No os parece una locura  hacer piruetas al borde de un abismo?» No deja de  causarnos extrañeza, después de haber sido predicada la suavidad del  Evangelio, esta atmósfera de terror en que vive uno de  sus más puntuales seguidores; pero Dios tiene muchas vías para  llevar al Cielo a sus escogidos, y en el siglo  X, tan disoluto y gangrenado por el crimen, convenía la  aparición de esta figura ejemplar. Entonces alcanzó toda su realidad  aquella palabra de Cristo: «El mundo se alegrará y vosotros  os contristaréis.»
Pero el mundo, que perdona fácilmente su virtud a  algunos santos, porque la juzga más suave, más humana, más  condescendiente, guarda un odio irreconciliable para aquellos que directamente, con  sus palabras o con su conducta, se oponen a sus  alegrías insensatas. Y Adalberto era, en su vida y en  sus palabras, lo que era en su rostro. Sus súbditos  yacían en la barbarie, sin más que el nombre de  cristianos, y él tenía un temple incapaz de ceder. Predicaba,  reprendía, excomulgaba, y la gente no veía más que la  dureza de su palabra; no veía que todas las rentas  de sus tierras se las llevaban los mendigos y los  enfermos. Su rigidez de acero se estrelló contra el salvajismo  del pueblo. Tres veces dejó su episcopado por juzgar inútil  su labor, y otras tantas lo volvió a tomar por  consejo de los Sumos Pontífices. En uno de estos intervalos  vistió la cogulla benedictina en el monasterio de San Bonifacio,  de Roma. Disfrazado con la máscara de la humildad y  de la sencillez, nadie adivinó en el nuevo monje la  luz de Bohemia. Vivió desconocido durante cinco años, como el  último de los monjes, sirviendo, cuando le tocaba, a la  mesa conventual, y sufriendo las sanciones regulares y las advertencias  de los hermanos, porque, como no estaba acostumbrado a aquellos  menesteres, rompía con frecuencia las copas y los platos. Cuando, por  última vez, se dirigía a su diócesis, los de Praga  le enviaron una embajada diciéndole irónicamente: «Nosotros somos pecadores, gente  de iniquidad, pueblo de dura cerviz; tú, un santo, un  amigo de Dios, un verdadero israelita que no podrá sufrir  la compañía de los malvados.» Adalberto comprendió, se dio cuenta  de que serían inútiles todos sus esfuerzos, y se encaminó  a predicar el Evangelio en Prusia. A la severidad de  su palabra añadió Dios el atractivo de la gracia. Ya  antes, su predicación había convertido a muchos paganos en Polonia,  y el rey de Hungría, San Esteban, había recibido de  su boca la enseñanza de la fe. En Prusia, su  apostolado tuvo una fecundidad asombrosa. Todos los habitantes de Dantzig  recibieron el bautismo de sus manos. Para atraerlos más fácilmente  se vistió como las gentes de aquella tierra, adoptó su  manera de vivir y aprendió su lengua. «Haciéndonos semejantes a  ellos—decía—, cohabitando en sus mismas casas, asistiendo a sus banquetes,  ganando el sustento con nuestras manos y dejando crecer, como  ellos, nuestra barba y nuestra cabellera, los ganaremos mejor para  Cristo. » Los infieles se alarmaron y le persiguieron de pueblo  en pueblo. Sitiado en una casa por una tribu de  salvajes, les decía desde la puerta: «Yo soy el monje  Adalberto, vuestro apóstol. Por vosotros he venido aquí, para que  dejéis esos ídolos mudos y conozcáis a vuestro Creador, y  creyendo en Él tengáis la verdadera vida.» Nadie se atrevió  a tocarle entonces; pero algo más tarde un sacerdote de  los ídolos le atravesó con una lanza mientras rezaba el  breviario. Adalberto pudo sostenerse un instante de rodillas para orar  por sus asesinos. Al caer exánime, una sonrisa de felicidad  se posaba por primera vez en sus labios. Su alma,  inundada de gloria, volaba hacia Dios, descifrado ya el capital  enigma que tantas veces le ensombreciera. Habíase cumplido la promesa  del Salvador: «Vuestra tristeza se convertirá en gozo, y vuestro  gozo nadie os lo podrá arrebatar.»  |    |  
 | Outros Santos e Beatos |                                                                                                                          | Completando o santoral deste día, Abril 23 |                                                                                                                          |   |                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           |     | Otros Santos y Beatos |     Santo Eulógio, bispo
Em Edesa, em Siria, santo Eulógio, bispo, que  faleceu, segundo se narra, em Sexta-feira Santa ou Parasceve (387). 
S. Marolo, bispo
Em Milão, na região da Liguria, S. Marolo, bispo, amigo do papa S. Inocêncio I (s.  V). 
 
S. Gerardo, bispo
Em Toul, ma Lotaringia, S. Gerardo, bispo, que durante trinta e um anos legislou sabiamente para a cidade, atendeu aos pobres, intercedeu pelo povo  con jejuns e plegarias em tempo de peste, dedicou a  igrejaa catedral e ajudou os mosteiros com bens materiais  e instruindo aos discípulos (994).
 
S. Jorge, bispo
Enm Suelli, em  Cerdeña, comemoração de S. Jorge, bispo (1117).  |    |   http://es-catholic.net/santoral
Recolha, transcrição (e tradução em parte)
António Fonseca
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