| Pío V, Santo |                                                                                                                          | CCXXV Papa, Abril 30 |                                                                                                                          | 
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Michele Ghisleri elegido Papa en 1566 con el  nombre de Pío V, nació en Bosco Marengo, Provincia de  Alessandria (Italia) en 1504. A los 14 años entró a  la Orden de los dominicos. Una vez ordenado sacerdote, atravesó  todas las etapas de una carrera excepcional: profesor, prior del  convento, superior provincial, inquisidor en Como y en Bérgamo, obispo  de Sutri y Nepi, cardenal, grande inquisidor, obispo de Mondoví,  y Papa.
Pío V fue sobre todo un gran reformador.  Entre las reformas que promovió, siguiendo el concilio de Trento,      |     | Pío V, Santo |     recordamos la obligación de residencia para los obispos, la clausura  de los religiosos, el celibato y la santidad de vida  de los sacerdotes, las visitas pastorales de los obispos, el  impulso a las misiones, la corrección de los libros litúrgicos,  la censura de las publicaciones. La rígida disciplina que el  santo Pontífice impuso a la Iglesia fue también norma constante  de su vida. Vivía el ideal ascético del fraile mendicante.
Condescendiente con los humildes, paterno con la gente sencilla, pero  sumamente severo con cuantos comprometían la unidad de la Iglesia,  no dudó en excomulgar y decretar la destitución de la  reina de Inglaterra, Isabel I, a sabiendas de las consecuencias  trágicas que esto acarrearía a los católicos ingleses.
Pío V  murió el 1 de mayo de 1572, a los 68  años de edad. Fue canonizado 22 de mayo de 1712  por el Papa Clemente XI.  |    |                        |                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           | José Benito Cottolengo, Santo |                                                                                                                          | Presbítero, Abril 30 |                                                                                                                          | 
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A “Divine Providencia” será, pois, transplantada e  se converterá num grande repolho...”.
 José Cottolengo nasceu em  Bra, um povo ao norte de Itália. Foi o mais velho  de doze irmãos, e estudou com muito proveito até conseguir o diploma de teología em Turín.
 
Después fue coadjutor en  Corneliano de Alba, en donde celebraba la Misa de las  tres de la mañana para que los campesinos pudieran asistir  antes de ir a trabajar. Les decia: “La cosecha será  mejor con la bendición de Dios”. Luego fue nombrado canónigo  en Turín. Aquí tuvo que asistir, impotente, a la muerte  de una mujer, rodeada de sus hijos que lloraban, y  a la que se le habían negado los auxilios más  urgentes, porque era sumamente pobre. Entonces José Cottolengo vendió todo  lo que tenía, hasta su manto, alquiló un por de       |     | José Benito Cottolengo, Santo |     piezas y comenzó así su obra bienhechora, ofreciendo albergue gratuito  a una anciana paralítica.
A la mujer que le confesaba  que no tenía ni un centavo para pagar el mercado,  le dijo: “No importa, todo lo pagará la Divina Providencia”.  Después del traslado a Valdoceo, la Pequeña Casa se amplió  enormemente y tomó forma ese prodigio diario de la ciudad  del amor y de la caridad que hoy el mundo  conoce y admire con el nombre de “Cottolengo”. Dentro de  esos muros, construidos por la fe, está la serene laboriosidad  de una república modelo, que le habría gustado al mismo  Platón.
La palabra “minusválido” aquí no tiene sentido. Todos son  “buenos hijos” y para todos hay un trabajo adecuado que  ocupa la jornada y hace más sabroso el pan cotidiano.
Les decía a las Hermanas: “Su caridad debe expresarse con  tanta gracia que conquiste los corazones. Sean como un buen  plato que se sirve a la mesa, ante el cual  uno se alegra”. Pero su buena salud no resistió por  mucho tiempo al duro trabajo. “El asno no quiere caminar”  comentaba bonachonamente. En el lecho de muerte invitó por última  vez a sus hijos a dar gracias con él a  la Providencia. Sus últimas palabras fueron: “In domum Domini íbimus”  (Vamos a la casa del Señor). Era el 30 de  abril de 1842.  |    |  
  |                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           |  • María da Encarnação Guyart, Beata 
Abril 30 Viúva e Religiosa, Abril 30  |                                                                                                                          | 
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En esos mismos  años, de trabajos y ajetreos, tuvo notables visiones de la  Trinidad y del Verbo encarnado, recibiendo en 1627 la gracia  mística del matrimonio espiritual. En 1631 ingresó, por fin, en  las Ursulinas de Tours, en donde su vida mística alcanzó  más altos vuelos.  Tomó el nombre de María de  la Encarnación.
En 1639, con la joven María de San José,  pasó a América para fundar en Quebec (Canadá). Guardando allí  clausura conventual, fue desde entonces el alma de las misiones  en la Nueva Francia. Son años de altísima vida mística,  reflejada en admirables escritos y en miles de cartas. María  de la Encarnación, en medio de guerras y revueltas, incertidumbres  y martirios, avances misionales y retrocesos, fue como el corazón  de la Iglesia naciente, ayudando a unos, aconsejando a otros,  y animando a todos.
Para entrar mejor en la vida misional,  aprendió pronto las lenguas nativas, el iroqués, el montañés, el  algonquino y el hurón, hasta el punto de que compuso  diccionarios y catecismos. Uniendo a la oración y a la  penitencia su palabra encendida, convertía con la gracia de Dios  a las personas, llamándolas a perfección. Su mismo hijo Claudio  llegó a ser un excelente benedictino, y escribió más tarde  la biografía de su madre (París 1677).
En una ocasión confesaba  la Beata: «Gracias a la bondad de Dios, nuestra vocación  y nuestro amor por los indígenas jamás han disminuido. Yo  los llevo en mi corazón e intento, muy dulcemente, mediante  mis oraciones, ganarlos para el cielo. Existe siempre en mi  alma un deseo constante de dar mi vida por su  salvación» (Herencia 528).
María de la Encarnación murió en 1672 con  gran fama de santidad. Declarada venerable en 1911, fue beatificada  el 22 de junio 1980, como «Madre de la Iglesia  católica en el Canadá», por S.S. Juan Pablo II.
                                                 |                                                                                                                                     |                                                                                                                          | 
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Congregação das Irmãs da Caridade CristãPaulina  von Mallinckrodt nace el 3 de junio de 1817 en  Minden, Westfalia. Es la mayor de los hijos de Detmar  von Mallinckrodt, de religión protestante y alto funcionario de gobierno  del estado de Prusia y de su esposa, la baronesa  Bernardine von Hartmann, de religión católica, originaria de Paderborn.
Desde  pequeña absorbe con avidez la formación cristiana que le imparte  su madre, con amor. De ella hereda una fe profunda,  un gran amor a Dios y a los pobres y  una férrea adhesión a la Iglesia católica y a sus  pastores. Herencia paterna son la firmeza de carácter, los sólidos  principios, el respeto hacia los demás y el cumplimiento de  la palabra empeñada.
Parte de su niñez y juventud pasa  Paulina en Aquisgrán, adonde fue trasladado su padre. Por la  temprana muerte de su madre, Paulina, cuando sólo cuenta 17  años de edad, toma en sus manos la dirección de  su casa y la educación de sus hermanos menores Jorge  y Hermann y de la pequeña Berta. Cumpliendo su tarea  a plena satisfacción de su padre, encuentra tiempo y medios  para ponerse al servicio de tantos pobres que por los  cambios técnicos, económicos y sociales de su siglo, sufren de  miserias materiales y espirituales. En Aquisgrán, con sus amigas, cuida  enfermos, niños y jóvenes.
A los 18 años recibe el  sacramento de la Confirmación y se hace habitual en ella  la Misa diaria. Un poco más tarde su confesor le  permite la comunión diaria, algo infrecuente en esa época. Fruto  de la Confirmación es también la decisión de Paulina de  consagrar su vida entera al servicio de Dios.
Cuando su  padre se retira del servicio estatal y se instala con  su familia en Paderborn, prosigue Paulina su actividad caritativa. Invita  y entusiasma a señoras y jóvenes a colaborar en el  cuidado de enfermos pobres; pero ante todo le parece necesaria  la educación e instrucción de los niños pobres.
Funda para  ellos una guardería y acoge niños ciegos para cuidarlos e  instruirlos. Impulsada por la fuerza de la gracia, organiza la  Liga Femenina para el cuidado de los enfermos pobres. Luego  funda un jardín de infantes para atender a los niños  de las madres que deben trabajar fuera de su hogar  para ganar el sustento diario de la familia. La fundación  de este kindergarten en 1840 fue una idea novedosa y  de avanzada para proteger y dar un ambiente de contención  y afecto a estos niños que no podían ser cuidados  por sus madres.
Llega hasta las chozas de los pobres para  aliviar sus miserias; los ayuda, consuela, exhorta y ora con  los enfermos, sin temer ni la suciedad ni los contagios,  sino por el contrario, lo afronta todo con una sonrisa  dedicando gran parte de su vida en un incansable servicio  en favor de los que sufren. "Nunca he encontrado a  una persona como ella; es difícil describir la imagen tan  atrayente y emotiva de su vivir en Dios" escribe en  una carta su prima Bertha von Hartmann.
En 1842 poco después  de la muerte del señor von Mallinckrodt, le confían a  Paulina el cuidado de unos niños ciegos muy pobres. Ella  los atiende con la exquisita afabilidad que la caracteriza. Y  como Dios sabe guiar todo según sus planes, son los  niños ciegos los que darán origen a la Congregación, porque  a Paulina la admiten en distintas congregaciones religiosas pero no  así a los ciegos. Paulina pide una vez más consejo  a Monseñor Antonio Claessen quien después de escucharla atentamente y  de hacer mucha oración le hace ver que ella está  llamada por Dios a fundar una Congregación. Y obtenida la  aprobación del Obispo de Paderborn Monseñor Francisco Drepper, el 21  de agosto de 1849 funda la Congregación de las Hermanas  de la Caridad Cristiana, Hijas de la Bienaventurada Virgen María  de la Inmaculada Concepción con tres compañeras más. Pronto se  abren otros campos de actividad: hogares para niños y escuelas.
Bendecida  por la Iglesia, la Congregación florece y se extiende rápidamente  en Alemania; pero como toda obra grata a Dios, debe  ser probada por el sufrimiento; la prueba no tarda en  llegar. El Canciller von Bismark emprende en 1871 una dura  lucha contra la Iglesia católica. Una tras otra ve la  Madre Paulina cómo se van cerrando y expropiando las casas  de la Congregación en Alemania.
Con su profundo espíritu de  fe la Madre Paulina ve la mano de Dios en  esta persecución religiosa. Las casas de la joven Congregación fueron  confiscadas, las Hermanas expulsadas, la fundación parecía llegar a su  fin. Pero justamente así produjo frutos, se extendió por Estados  Unidos y América Latina.
En la misma época de las persecuciones  en Alemania llegan muchos pedidos de Hermanas desde Estados Unidos  y Sudamérica para enseñar a los niños inmigrantes alemanes. Paulina  respondió enviando pequeños grupos de Hermanas a Nueva Orleans en  1873.
En los siguientes meses se enviaron más grupos de  religiosas a los Estados Unidos y ella misma hizo dos  largos viajes a América para constatar en persona las necesidades  del Nuevo Mundo, donde fundó al poco tiempo una Casa  Madre en Wilkesbarre, Pennsylvania. Desde entonces las Hermanas abrieron además  casas en las arquidiócesis de Baltimore, Chicago, Cincinnati, New York,  Philadelphia, St. Louis, y St. Paul, y en la diócesis  de Albany, Belleville, Brooklyn, Detroit, Harrisburg, Newark, Sioux City y  Syracuse.
En noviembre de 1874 arriban las primeras religiosas a  la diócesis de Ancud, en Chile, solicitadas por Monseñor Francisco  de Paula Solar. De allí partirían unos años más tarde  hacia el Río de la Plata, en 1883 a Melo,  Uruguay, y en 1905 a Buenos Aires, Argentina.
A fines de  década de 1870 la persecución religiosa terminó en Alemania y  las Hermanas pudieron volver desde Bélgica a su patria donde  prosiguieron con su obra. La Comunidad había crecido en integrantes  y en misiones durante los años de opresión. La Madre  Paulina volvió a Paderborn después de su viaje a América  en 1880. A los pocos meses, ante el dolor de  las Hermanas, la Madre Paulina enfermó gravemente de neumonía y  murió el 30 de abril de 1881.
S.S. Juan Pablo II  la beatificó el 14 de Abril de 1985.
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A los cuatro  años me quedé sin padre; y a los siete nos  dejó también mi madre. Total, que los tutores de la  familia nos fueron criando y educando hasta que pudimos valernos  por nosotros mismos.
Por lo que a mí respecta, aún recuerdo  aquel 28 de mayo de 1582 cuando nueve ilustres «lectores»  del Estudio universitario de Padua me declaraban doctor en leyes,  en derecho civil y canónico, entregándome la toga, el birrete  y el anillo doctoral; tenía 22 años.
El mundo se abría  ante mí, y para conquistarlo de una forma más rotunda  me hice presentar en el ambiente de la nobleza romana,  sobre todo eclesiástica. Pero la cosa no fue como yo  soñaba. El precio del éxito era demasiado caro para que  me decidiera a invertir en él, por lo que apenas  aguanté un año en medio de ese ambiente que me  producía asco y también miedo.
De vuelta al pueblo empezó a  invadirme una especie de «crisis» espiritual. Mi vida iba tomado  sentido a medida que la soñaba como una entrega total  a Dios y a la gente. Y una forma de  concretarla era haciéndome Capuchino.
Muchas tardes subía al convento y me  pasaba las horas muertas en la iglesia; hasta que me  decidí a comunicarle al P. Guardián mi voluntad de hacerme  religioso. Pero todos se pusieron en contra: los Capuchinos, mi  familia, y hasta el obispo. A los frailes les parecía  que un señorito como yo no podría aguantar el rigor  de la vida capuchina. Para mi familia era demasiado duro  tener que perder a uno de sus miembros más cualificados;  mientras que el señor obispo trataba de desviarme hacia otra  Orden menos austera, como eran los Camaldulenses.
Sin embargo, aunque de  naturaleza frágil y quebradiza, mi tenacidad era de acero, por  lo que insistí varias veces hasta conseguir que me admitieran  en el Noviciado. Recuerdo que al recibir en la calle  la noticia de mi admisión pegué tal salto y tal  grito de alegría, que todos se quedaron extrañados, dada mi  habitual compostura y timidez. Mi gozo era tan grande que  me fui directo al convento sin pasar siquiera por mi  casa a despedirme.
En el Noviciado lo pasé francamente mal, debido  a mi quebradiza salud; pero mi empeño por seguir adelante  -y mi enchufe con el General, que todo hay que  decirlo- hizo que pudiera profesar como Capuchino. Repartí todos mis  bienes y comencé una vida nueva.
Una vez ordenado sacerdote y  tras ejercer el ministerio por los conventos de las Marcas,  me enviaron a Bohemia, junto con S. Lorenzo de Brindis  y otros hermanos, a convertir a los protestantes. Menos mal  que estuve poco tiempo, porque aquello fue durísimo. De nuevo  volví a las Marcas y allí se desarrolló toda mi  vida.
Los que escribieron mi biografía han dicho que me distinguí  por tres cosas: por la cantidad y calidad de la  oración, por mi austeridad de vida, y por dedicarme al  ministerio de los pobres. Ellos sabrán.
Lo que sí os puedo  decir es que, después de abandonar mi vida de «señorito»  y hacerme fraile, estaba como seducido por esa presencia misteriosa  que es Dios, de modo que dedicaba a Él todo  mi tiempo disponible; así fue como me salieron hasta callos  en las rodillas de estar arrodillado en su presencia. Sin  embargo lo que más me asombraba era experimentarlo como un  Dios sufriente; de ahí que reflexionara continuamente sobre la Pasión  de Cristo.
Esto me hacía pensar en mi frágil salud y  en la urgencia de remediar las necesidades de los pobres.  Con frecuencia los enviaba a casa de mis hermanos para  que los atendieran, hasta el punto de que solían decir,  en plan de broma: «Nuestro hermano el fraile, no contento  con haber distribuido todo lo suyo en limosnas, quiere también  repartir todo lo nuestro».
La verdad es que yo me contentaba  con poco, y hubiera estado dispuesto a repartirlo cien veces  si hubiera tenido algo que dar; pero sólo disponía de  mi persona y del servicio que pudiera prestar a los  demás. Así que la mayoría del tiempo lo pasaba predicando  en los pueblecitos donde me llamaban, ya que, por lo  visto, mi oratoria no iba muy allá. Sin embargo yo  me encontraba muy a gusto entre esa gente pobre, pues  eran más receptivos al Evangelio.
Y así estuve casi toda mi  vida, hasta que mi frágil cuerpo empezó a envejecer y  a resistirse a caminar. Ya al final de mis días,  un hermano religioso, creyendo que estaba ya en la agonía  final encendió, como era costumbre, una vela; pero yo me  di cuenta y le hice una señal para que la  apagara, porque todavía no me estaba muriendo. Tardé tres días  más, y el 30 de abril de 1625 me encontraba  con la hermana muerte.
La gente me veneraba como un santo,  hasta el punto de que tuvieron que cambiarme de sepultura  y guardarme en un lugar tan escondido, que estuvieron dos  siglos sin encontrarme. Por fin lo hicieron y pudieron beatificarme  en 1867. Después de todo me cabe la satisfacción de  no ser un «santo» del todo, sino simplemente el beato  Benito de Urbino.
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